Allí nos sentíamos tan a salvo de nuestras otras vidas...
No tenía nada especial, no había razones aparentes y con sólo cruzar la calle hubiéramos podido escoger entre varios bares mejores, pero ni estaban vacíos ni los camareros eran mudos.
No recuerdo a nadie más en nuestro bar. Siempre solos, tú, yo y la sombra de aquel hombre viejo sacando brillo a un vaso que de tan limpio parecía un impostor al lado de sus hermanos de cristal.
Para ti era fácil pilotar el mundo desde allí, dos teléfonos, tres idiomas y una sola mano. Con la otra liabas cigarrillos para los dos.
El mudo babeaba y yo me volvía mudo. Ambos te mirábamos mucho y muy fuerte en un intento vano por que tu recuerdo nos alcanzase hasta la próxima vez.
No te diste cuenta y nunca te lo conté; la tarde de tu bolero él lloró más que yo.
Cuando todo se torció, aquella fue la primera barra que busqué y la única que no encontré abierta.